Cuando un partido no tiene rumbo, cuando ningún equipo domina el centro del campo, cuando el balón vuela por los aires como si de un partido de tenis se tratase; es entonces cuando un pequeño grupo de jugadores anárquicos, que siempre piensan la jugada de manera vertical, se hacen grandes y decantan los partidos.
La historia, cíclica y repetitiva hasta cansar, sucedía durante las temporadas 98/99 y 99/00. El Real Murcia deambulaba entonces por los campos de 2ª B, donde los partidos no son partidos sino auténticas batallas de patadas, codazos y pelotazos. Y en sus filas militaba una joven promesa en ciernes: Nacho Zaragoza. El técnico media punta empezaba todas y cada una de las batallas desde las trincheras y raro era el partido en el que, mediada la segunda parte, Chonk, mi compañero por aquel entonces de penurias murcianísticas, y yo no coincidíamos en un pensamiento:
- “Está el partido pa’ Nacho Zaragoza”
Realmente lo estaba. Nacho era uno de esos jugadores en peligro de extinción que siempre piensa hacia delante, antes de que le llegara el balón tenía tres jugadas ya pensadas y siempre elegía la más corta hasta la portería rival. El problema que siempre tuvo fue la confianza de los entrenadores. Durante la temporada 98/99 al Murcia lo dirigieron hasta 4 entrenadores diferentes (a saber: Fabri, el elegante galán “Don Simón” con su sempiterno abrigo negro, Benigno, y Chato González) y durante la siguiente temporada 2 más (Hurtado y Crispí). Pues bien, tras 6 entrenadores, el sr. Zaragoza no consiguió ser titular. Al final de la temporada 99/00, al jugador, inexplicablemente, lo ficha el Alavés europeo (ese que llegó a la final de
Hoy, 7 años después, es raro el partido que veo del Murcia en
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